Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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1676
Legislatura: 1900-1901 (Cortes de 1899 a 1901)
Sesión: 18 de diciembre de 1900
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 24, 638-643
Tema: Mensaje a S.M. con motivo del proyectado enlace de S.A.R. la princesa de Asturias con el príncipe D. Carlos de Borbón y Borbón

El Sr. PRESIDENTE: Ábrese discusión sobre la totalidad del dictamen. El Sr. Sagasta tiene la palabra en contra.

El Sr. SAGASTA (D. Práxedes): Señores Diputados, empiezo por declarar que mi situación en este debate es por todo extremo difícil. Mis obligaciones para con S.M. la Reina Regente y sus bondades para conmigo, tienen embargado todo mi espíritu; el personal aprecio a sus augustos hijos me pone en trance durísimo, y más que en ninguna otra ocasión, quisiera yo hoy que mis sentimientos marcharan al unísono con los sentimientos de aquellas augustas personas, para mí tan queridas como respetadas. Pero ni por mi historia, ni por mis antecedentes, ni por mis compromisos, ni por mi honor, puedo yo volver la espalda a los sentimientos liberales del país, que cree que este suceso le infiere un agravio, y demanda que contra él haga yo algo como una protesta, algo que constituya para ellos como una merecida reparación, y aunque nunca he dejado de responder a los requerimientos de mi país, hago hoy un verdadero sacrificio porque ¡ah! los deberes, por duros que sean, no se eluden, se cumplen. (Muy bien.)

Es imposible, Sres. Diputados, conducir un asunto de manera más desdichada, que como ha conducido el Gobierno de unión conservadora el asunto de la boda de la Princesa de Asturias, de suyo tan delicado y escabroso. Si la boda no estaba hasta ahora, como se dice, en estado parlamentario, ni siquiera en estado moral, como también se ha dicho, para sacarla del sagrado del hogar a las corrientes de la publicidad, ¿por qué se permitió que se hablara tanto de ella en todas partes? Si no tenía estado parlamentario, ni estado ninguno, y todo el mundo hablaba de ella desde principios del verano pasado, el Gobierno, los partidos, la prensa, todos, y todo el que quería dar su opinión la daba, los Ministros de la Corona, los partidos políticos, los corresponsales de los periódicos, ¿por qué no quería el Gobierno que se hablase de ella, ni diese su opinión, nada menos que el Parlamento español? ¿Por qué, repito, si todo el que quería hablar de la boda hablaba y daba su opinión, no podía darla el Parlamento? Pues porque, según un miembro del Gobierno, primero, y según el Sr. Silvela después, se trataba de un asunto de la exclusiva iniciativa de S.M. la Reina Regente, y mientras esta iniciativa de S.M. la Reina Regente, y mientras esta iniciativa no se tradujera en un mensaje a las Cortes, no se podía hablar de ella sin inferir agravio a la prerrogativa Regia. Y esta idea se emitía una vez y otra vez, como razón para no dar su opinión ni el Parlamento ni el Gobierno.

¡Que la iniciativa era exclusiva de S.M. la Reina! Aquí no hay iniciativas exclusivas de S.M. la Reina, no puede haberlas; no las hay en cuestión ninguna. (Muy bien.) Puede S.M. la Reina en este asunto, como en cualquiera otro, hacer una indicación, manifestar un deseo; pero si esa indicación no es aceptada por el Gobierno, si el Gobierno no hace suyo el deseo, ni la indicación ni el deseo tiene realidad ninguna. (Bien, bien)

Si la indicación de S.M. y el deseo por S.M. manifestados, fueran aceptados por el Gobierno, entonces, el caso es distinto; entonces el deseo y la indicación de S.M. adquieren mayor cuerpo y llegan a tener el valor de un acto del Poder ejecutivo, [638] cuya iniciativa y responsabilidad es absoluta para el Gobierno, y sólo para el Gobierno. Yo no sé cómo se originó esta cuestión, pero aun admitiendo que fuera por indicación de S.M., si el Gobierno se hubiera opuesto a esa indicación, en vez de haberla aceptado como suya, las cosas no habrían llegado al estado en que hoy se encuentran. Y si el Gobierno la aceptó, como por lo visto las debió aceptar, cuando las cosas han llegado a este estado, ¡ah! entonces la iniciativa y la responsabilidad de este asunto, desde el principio hasta el fin, corresponden única y exclusivamente al Gobierno de unión conservadora, porque, después de todo, aunque este Gobierno es también de unión conservadora, puesto que dice que es continuación del anterior, este asunto de la boda ha venido sobre él como sobre todos los españoles. (Muy bien)

Así, y sólo así, es como se pueden discutir los mensajes de la Corona; así, y sólo así, es como podemos discutir éste; así, y sólo así, es como podemos aprobarlo o desaprobarlo; así, y sólo así, podemos tratar de este asunto antes que el mensaje viniera; porque al tratar de él, tratábamos de la conducta del Gobierno, de las iniciativas y de la responsabilidad del Gobierno.

Y no se diga que se trata de un acto familiar, en el cual el Monarca puede tener una iniciativa que no puede tener en otro asunto porque de todas las prerrogativas consignadas en la Constitución para el Monarca, no hay ninguna tan explícita, tan terminante, tan decisiva, tan absoluta, como aquella que le confiere la facultad de declarar la guerra y de hacer y ratificar la paz. Pues bien; esta prerrogativa que autoriza al Monarca para declara la guerra para nacer y ratificar la paz, dando cuenta después a las Cortes, todavía es más absoluta que la relativa al matrimonio, porque, al fin y al cabo, si ésta le autoriza para contraer matrimonio, le obliga a dar cuenta a las Cortes antes de contraerle; mientras que en la que se refiere a la guerra y a la paz no se le exige dar cuenta a las Cortes hasta después de ejercitada. Ahora bien; cuando ha hecho uso de esta última prerrogativa tan absoluta, ¿ha habido nadie a quien se le haya ocurrido que, ni al declarar la guerra, ni al hacer y ratificar la paz, el rey ha obrado por su exclusiva iniciativa? ¿Ha habido nadie que haya podido soñar que el rey haya declarado la guerra y haya hecho la paz sin contar con sus Ministros? ¿Ha habido nadie que haya creído que el rey puede hacer cosa semejante, a pesar de ser tan absoluta esa prerrogativa consignada en la Constitución, sin que sus Ministros se lo aconsejen? (Muy bien)

Por otra parte, en la tramitación del asunto de la boda, se advierte en el Gobierno una falta de previsión y carencia de reserva verdaderamente inexplicable, una falta de prudencia que verdaderamente asombra. No habiendo salido aún el proyecto de ese enlace del trámite de la familia, ¿por qué se exteriorizó tan prematura y tan estruendosamente? ¿Por qué no se apresuró, para evitar cosas como las que hemos presenciado estos días pasados, con asombro, con verdadera vergüenza, porque no se abordó la cuestión francamente, como se abordan las cuestiones cuando se tiene conciencia de su bondad, sin vacilaciones, sin dudas, sin ambages ni rodeos, para presentarla dando cuenta a las Cortes, como lo manda y lo preceptúa la Constitución del Estado?

Pero ya se ha hecho esto con la presentación del mensaje en que se da cuenta a las Cortes, de un modo oficial, de la boda de la Princesa de Asturias, que es por donde debió empezarse; y así se habría evitado ese acontecimiento y las altas personas que con él se relacionan, hayan estado por tanto tiempo expuestas a las veleidades de las circunstancias y hayan servido de pasto a las conversaciones de la plaza pública, a las discusiones de la prensa y a los debates del Parlamento, cuando por no tener, como ahora se dice, estado parlamentario, no podía tratarse aquí esta cuestión, sino desde el punto de vista de la responsabilidad del Gobierno.

En fin, estamos delante de un acontecimiento extraordinario, ya sabemos, oficialmente, que la Princesa de Asturias, presunta heredera del trono, ¡y quiera Dios que lo sea por mucho tiempo! va a contraer matrimonio; estamos, pues, enfrente de un gran acontecimiento, de uno de esos acontecimientos que en todas partes y siempre han interesado vivamente a los pueblos y han sido objeto de grandes y estruendosas manifestaciones.

Hace poco tiempo, un suceso parecido, en Inglaterra, aunque los individuos a quienes más directamente afectaba no estaban entonces, ni están ahora, tan inmediatos a la Corona como lo está nuestra Princesa de Asturias, fue objeto de manifestaciones tan inmensas, tomó el pueblo de Londres una participación tan grande en el suceso, que el día en que se verificó la ceremonia, en los hospitales, en lo que pudiéramos llamar Casas de socorro, semejantes a las nuestras, se auxilió nada menos que a 1.546 personas, lesionadas, heridas, contusas a consecuencia de la aglomeración de la inmensa muchedumbre, que, apiñándose y aplastándose en las calles y en el templo, quería saludar y vitorear a los novios y compartir con la familia Real el regocijo que ésta sentía por aquel acontecimiento.

Esto prueba, Sres. Diputados, que si los casamientos de los Reyes y de los Príncipes herederos no ejercen hoy en la suerte de los pueblos la influencia que en otros tiempos ejercieron, y si las alianzas que a veces aún nacen de estos enlaces no tienen la importancia ni la trascendencia que tuvieron en otros tiempos, todavía la tienen bastante para que los pueblos no los miren con indiferencia, sino que, por el contrario, procuren que se realicen con las ventajas más positivas para el engrandecimiento de sus familias reinantes y con las circunstancias más favorables al engrandecimiento y a la felicidad del país. (Muy bien.)

Es verdad que ahora no se celebran estos Regios enlaces como medio de terminar largas y cruentas guerras, ni como medio de procurarse una Nación engrandecimientos de territorio, ni para unirse diversos Estados a fin de conseguir mayores nacionalidades, ni siquiera para concertar alianzas ofensivas y defensivas; pero, en todo caso, estos acontecimientos, estos enlaces, son de gran trascendencia. El casamiento de un rey, el de un príncipe heredero de la Corona, puede transformar y ha transformado en muchos casos, la política de un Estado; puede llevar a un país por rumbos extraviados y peligrosos. ¿No pudiera suceder, Sres. Diputados, que el aspirante a la mano de nuestra Princesa de Asturias, [639] fuera enemigo de las doctrinas que rigen en España? ¿No pudiera ocurrir que este aspirante a la mano de nuestra Princesa de Asturias considerara que todo el sistema representativo que nos rige y todos los principios constitucionales son una minoración de la grandeza Real, como piensan y creen muchos de dinastías reinantes que aún piensan volver a su antiguo reinado? ¿Quiere esto decir que yo desee para nuestra Princesa de Asturias un candidato de partido? ¡Ah! no, mil veces no. No son de partido, ni la dinastía de Inglaterra, ni la de Bélgica, ni de Italia, ni la de otros muchos países de Europa, y, sin embargo, se llaman dinastías liberales, y como tales son conocidas, en oposición de aquellas otras dinastías que, reinantes o ya no reinantes, son refractarias a todo progreso y que alardean de representar la reacción ante el mundo. (Aplausos en las minorías)

En este sentido, y con el adjetivo de liberales dado a esas dinastías en ese concepto, yo he de decir la verdad de lo que siento: quisiera para nuestra Princesa de Asturias un candidato de abolengo liberal, de antecedentes liberales, de historia liberal, de educación liberal, de costumbres liberales y hasta de sangre liberal. (Grandes y repetidos aplausos en las minorías.)

Quisiera todo esto, Sres. Diputados, porque aun así y todo, si lo pudiéramos conseguir, había de tener que hacer grandes esfuerzos para resistir los impulsos de reacción que, de poco tiempo a esta parte, nos invaden.

Y no puede echarse en olvido tampoco la condición social del aspirante a la mano de nuestra Princesa de Asturias; es decir, su enlace con las familias Reales de Europa porque, si bien es cierto que en algún aspecto estos enlaces han perdido toda su eficacia, no es menos cierto que, en ocasiones, han servido de freno o de lazo; de lazo, para conseguir cosas que de otra manera no se habrían conseguido; de freno, para impedir que se realizaran otras; y quién sabe, Sres. Diputados, si la conducta para mí inexplicable de uno de los Soberanos más poderosos de Europa, en estos momentos, no tenga por motivo muy principal el propósito de no querer amargar los últimos años del glorioso reinado de una incomparable Soberana. (Aplausos)

Y a los pueblos débiles les importa mucho cuidar de ese aspecto de la cuestión porque de ese modo los pueblos débiles arrostran con mayor facilidad las iras de los poderosos.

Claro está que, si las prendas morales de los individuos fueran una razón determinante para los enlaces Regios y si solamente a ellas tuviéramos que atenernos, no habría nada que decir de D. Carlos de Borbón y Borbón (mejor fuera que se llamase de otro modo). (Aplausos de la minoría liberal) Don Carlos de Borbón y Borbón es un joven educado en España, que ha seguido la carrera de las armas en nuestras Academias militares, y que, después que la concluyó, se condujo como bravo soldado y como pundonoroso militar, yendo voluntariamente a Melilla y a Cuba a pelear como bueno en defensa de la integridad de la Patria. En este concepto, no puede menos de merecer toda nuestra consideración y todo nuestro particular respeto.

Pero nuestra Princesa de Asturias, por su juventud, por su educación, por las bellas condiciones físicas con que la naturaleza pródigamente la dotó, por sus prendas morales, todavía más bellas que sus condiciones físicas, por su altísima posición, merece más. (Muy bien, muy bien.-Aplausos.)

Como heredera inmediata de la Corona, por hoy y por mucho tiempo, merece que aquél que haya de compartir con ella su vida, no sólo sea el elegido de su corazón, sino que sea también el aplaudido por el pueblo. (Aplausos) Me temo que esto no va a suceder, porque los antecedentes de la familia, que yo no quiero recordar, y la parte que el jefe de la misma tomó desgraciadamente, en nuestras malditas contiendas civiles, le dan una significación que pugna verdaderamente con el sentimiento nacional; no con el sentimiento liberal de los que aquí se llaman liberales, sino con el sentimiento liberal de todo español que no fue carlista porque el sentimiento liberal de todo país fue víctima de los carlistas, de esa causa, motivo y fundamento de nuestras desdichas y de todas nuestras desventuras.

Pues bien, Sres. Diputados; en nombre de ese sentimiento liberal, del partido liberal, que cree además que este enlace puede traer males para la dinastía, para la Monarquía, para la libertad y para la Patria, no puedo asociarme al mensaje que está sobre la mesa. Pero si a pesar de su oposición, el mensaje fuera votado por la mayoría de los Sres. Diputados, el partido liberal, partido de gobierno, amante de las instituciones, respetuoso con los acuerdos del Parlamento, consideraría ya ese mensaje, no como mensaje de la mayoría de la Cámara, sino como mensaje de todo el Congreso. (Muestras de aprobación.)

Si este caso llega, y el mensaje, por la votación de la mayoría, llegara a ser el mensaje del Congreso, ¡ojalá que lo que cree el partido liberal causa de males para la dinastía, para la Monarquía, para la libertad y para la Patria, sea motivo de bienes infinitos para la Patria, para la libertad, para la Monarquía y para la dinastía! Si ese caso no llega, y las profecías del partido liberal no se ven fallidas, ¡ah! en este caso, el partido liberal, en vez de felicitarse y de felicitar a la Princesa de Asturias por su matrimonio, rendiría por mi conducto su homenaje; pero, de todas suertes, el partido hace los más fervientes votos por su venturoso porvenir, pidiendo a la Providencia que la colme de todos los dones del cielo. (Aplausos.)

No quiero decir más sobre la boda de la Princesa de Asturias porque el asunto es tan delicado, que yo pediría a todos, mayoría y minorías, que se detengan en él lo menos posible; que todos digan franca y lealmente su opinión, que lo combatan aquellos que crean en conciencia que deban combatirlo; pero que todo esto lo hagamos brevemente.

Y voy a ocuparme ahora de la educación del Rey.

No hay nada que influya en la conducta de un Monarca, como la educación que haya recibido o el medio ambiente en que se haya desarrollado. La prudencia, los sentimientos de rectitud, el espíritu de justicia, todas esas cualidades que debe tener un gran Monarca, si no nacen precisamente de la educación, por la educación se descubren, se fortifican y llegan a tomar en el individuo carta de naturaleza.

[640] Por eso no pueden los pueblos permanecer indiferentes a la educación del Rey y a la educación de los Príncipes herederos de la Corona; y por eso, cuando las circunstancias lo han aconsejado o lo han determinado, han intervenido en el asunto de los Parlamentos, aquí y en todas partes. ¿Quién no recuerda que el Parlamento inglés ha intervenido en la conducta de algunos de sus Príncipes? ¿Quién no recuerda lo que se ha escrito y lo que se ha dicho en todos los tiempos en nuestra Patria, aun en los tiempos del absolutismo, sobre el modo de educar y de instruir a los príncipes herederos de la Corona? Claro está que la educación de los Príncipes incumbe principalmente al padre o a la madre, sobre todo en los primeros años; pero al legar a ciertas edades, en que los impulsos de la voluntad pueden revelarse, ya de manera espontánea, ya excitados, como muchas veces ha sucedido, por motivos externos, ¡ah! en esos casos la intervención de los Gobiernos y de los Parlamentos no es obstáculo ni dificultad para el padre o la madre, en lo que se refiere a la educación de sus hijos, sino que puede ser de gran autoridad y de mucha ayuda en el desempeño de su difícil misión.

Pero no nos encontramos en España en este caso porque el rey es rey desde que nació y a los 16 años ha de entrar en el ejercicio de sus derechos de Monarca; y ese límite que tiene la educación del rey, no podemos traspasarle porque es el límite impuesto por la Constitución. Pues bien, resulta que el rey ha de estar criado, educado e instruido a los 16 años.

Yo declaro que esto sólo puede conseguirse adoptando el sistema de educación que se ha adoptado; profesores particulares que se encarguen exclusivamente de educarle y de combinar sus trabajos para dividir el tiempo en ejercicios físicos y trabajos intelectuales, y para distribuir después todas las ocupaciones del alumno, en forma que el descanso no le haga con la holganza, con el descanso material, sino fijando su atención en cuanto le rodea, cambiando de ocupación y determinándose de esta manera la capacidad del alumno. Éste es el único modo como puede cumplirse el precepto constitucional; así es como únicamente puede llegarse a lograr que, en el poco tiempo que el rey tiene para su educación, adquiera el mayor número de conocimientos y se ponga en situación de que, al llegar el momento en que entre al ejercicio de su altísima misión, no haya absolutamente nada que le sorprenda en todos los ramos del saber humano, y que lleve en su inteligencia, si no una carrera especial, al menos aquel conjunto de conocimientos y aquel cúmulo de estudios que pueden servir de fundamento para ulteriores y más decisivos desarrollos, según los deberes que las circunstancias le impongan en el cumplimiento de su misión.

"Que el rey se deja ver poco." Es verdad. ¡Ojalá pudiera dejarse ver más! Pero al rey le pasa lo que le pasa a la mayor parte de las personas ocupadas, mejor dicho, a todas las personas ocupadas, que tienen poco tiempo y muchos quehaceres. Su Majestad la reina, muy acertadamente, ha preferido que el poco tiempo que los estudios dejan libre a su augusto hijo, lo emplee en ejercicios físicos, mejor que en dejarse ver; que, después de todo, tiempo y espacio le queda para ello.

Se ha dicho que los príncipes, en otros países, hacen una vida más popular, que asisten a las Universidades y van a los Ateneos. Pero esto no puede servirnos de norma porque yo no sé si aquellos príncipes, que, después de todo, por muy próximos que se hallen al Trono, hay algunos que a pesar de esta proximidad no han llegado a regir los destinos de su país, podrán tener tiempo bastante por delante para, además de adquirir la educación docente necesaria en toda persona, poderse dejar ver y dedicarse a su preparación para el día en que entrasen en la gobernación del país como reyes o como embajadores.

El Sr. Azcárate ha condenado esto esta tarde, y, en mi concepto, no ha hecho bien porque no se trata ahora de si el rey debe tener más o menos edad para llegar al Trono; eso hace tiempo que está determinado en la constitución. Además, la edad, poco más o menos, es la misma en todas las constituciones, y ya sabe el Sr. Azcárate que el temor a la intriga, a la turbulencia y al desorden ha hecho que en todos los países se abreviara todo lo posible la Regencia, consignándose en todos los códigos edades quizás suficientes para entrar en el ejercicio de la majestad real; pero esto, ya digo que ha sido para evitar un mal mayor.

Voy ahora a contestar a algunas alusiones que se han dirigido, más que a mí, al partido liberal, excitándole a que despierte de su letargo y a que no se aperciba a la lucha, que bien próxima está, si no ya entablada, entre la libertad y la reacción.

La reacción ha podido, en efecto, aprovechándose de las desdichas que todavía a todos nos afligen y en que todos, liberales de todos los matices, tienen concentrada su atención; la reacción ha podido penetrar en la familia, en la universidad, en todas partes, en la ciudad y en el campo, llegando a infundir temor por la libertad, conquistada a costa de tanto tiempo, de tantos tesoros y de tanta sangre.

Pues bien; el partido liberal no está dormido; el partido liberal podrá estar preocupado por la tardanza que observa en aplicar a estas desdichas el oportuno remedio, acometiendo con valentía la resolución de los problemas económicos, jurídicos, militares, de enseñanza, de desarrollo y fomento de todas las fuerzas de la Nación, tan necesitadas de la pronta y enérgica aplicación de unas reformas, siempre ofrecidas, pero nunca cumplidas; el partido liberal podrá estar ocupado por estas y por otras causas; pero no está dormido; siempre, siempre dispuesto a reñir batalla con la reacción, venga de donde viniere y encastíllese donde se encastille. ¡Pues no faltaba más, sino que después de creer terminada la lucha de principios en que los liberales de todos los matices han venido empeñados por más de medio siglo; que después de haber llegado, gracias a sus inmensos esfuerzos y a sus cruentos sacrificios, a conquistar un nuevo estado de derecho y a asentar sobre sólidas bases la tolerancia, la libertad y la paz pública; que después de haber, primero en el terreno de las armas y después en el terreno del derecho, ganado la batalla a la reacción, ésta quisiera ahora, por artes misteriosas y por escondidos senderos, llegar a recobrar insidiosamente lo que en buena lid hace tanto tiempo y para siempre perdió! (Aplausos) Eso no sucederá, porque [641] el partido liberal no lo puede tolerar y no lo tolerará; y, entiéndase bien, Sres. Diputados, que no hablo ahora de aquel partido liberal de estrechos moldes y de puerta cerrada, sino que hablo del partido liberal en que cabe todo aquel que tenga por símbolo la libertad, siquiera conserve el culto a sus ideales allá en el fondo de su corazón; hablo del partido liberal, que, ahora, como siempre, tiene abiertas sus puertas a toda aspiración, y que no pone a sus aliados más límites, que, de un lado, la libertad, y de otro, las reformas más radicales; pero bajo el respeto y acatamiento al régimen existente; hablo del partido liberal que, al calor de la libertad, ha podido fundir en unos mismos los principios liberales y democráticos, y ha hecho de la monarquía española la monarquía más democrática de Europa, nacionalizándola, como lo deseaba mi querido amigo el señor Canalejas, pues se ha nacionalizado como no hay otra Monarquía en ningún país.

El partido liberal tiene anchos horizontes, como lo prueba que a él vinieron los Martos, los Montero Ríos, los Moret y tantas personas ilustres como encontró la Restauración en el campo democrático. De igual manera pueden venir los que aún se conservan en ese campo porque no se les pide más que lo que han hecho los liberales de todos los países; no se les pide que renieguen de sus ideales, sino que acaten y respeten las instituciones que el país se ha dado en uso de su soberanía, y que, además, nos ayuden en cuanto a los intereses generales de la Nación y en cuanto a la defensa de la libertad porque esto puede ser útil para todos. Pues bien, Sres. Diputados; del partido liberal, que tiene horizontes tan amplios, no hay que temer la pérdida de la libertad.

Si no estuviera ya cansado y no temiera cansarlos, mantendría con gusto un verdadero debate con mi amigo el Sr. Romero Robledo sobre los partidos políticos. Cree el Sr. Romero Robledo que los partidos políticos no sirven para nada, y me va a permitir S. S. que le diga que eso es un verdadero error, y que no lo comprendo en la perspicacia, experiencia, en la práctica parlamentaria y de Gobierno que tiene S. S. Los partidos políticos, Sres. Diputados, no son un artificio creado por los hombres políticos para agruparse, sin más objeto que disputarse la posesión del poder; eso no es exacto, los partidos políticos son la consecuencia legítima de las fuerzas que actúan en toda sociedad. Una fuerza tiene por objeto extender los lazos sociales, procurando incesantes transformaciones y cambios; otra fuerza tiende a consolidar, a fortificar las ligaduras que unen el presente con el pasado, tiende a consolidar aquellas transformaciones que han pasado ya por el crisol de la experiencia para dar un apoyo más sólido a la vida del Estado.

Pues bien; los partidos políticos son consecuencia de estas dos fuerzas sociales, y, en este concepto, no son grupos de hombres políticos para disputarse el poder, sino que los partidos en ese sentido son dos doctrinas, dos tendencias, dos programas y dos necesidades de la vida moderna.

Hay quien pretende que a estos organismos tan indispensables en todo país, como luego demostraré, se les puede sustituir con fuerzas disgregadas que forman pequeños grupos, en busca de coincidencias para poder formar Gobiernos circunstanciales. (Rumores y risas.) ¡Bueno está el país, y buenos estamos todos, para Gobiernos circunstanciales! (Nuevas risas) Si cuando ha habido partidos fuertes, bien dirigidos, mandados por personas de prestigio, aun así y todo, dados nuestro carácter y este aire de indisciplina que por todas partes corre, ha pasado lo que Dios ha querido. (Muy bien, aplausos en la minoría liberal), calculen los Sres. Diputados lo que hubiera pasado con Gobiernos compuestos de esos retazos sin cohesión ninguna, cada cual con su jefe, y siendo desconocido o quizá antipático el jefe de un grupo para los individuos del otro (Risas): cada Consejo de Ministros sería una torre de Babel, y el nombramiento de cada Alcalde costaría tres meses, y algo más. (Nuevas risas)

¡Y no digo nada, el día en que se tratare de la elección de Diputados a Cortes!

No; no se puede esto defender. Los países que han tenido la desgracia de ver disueltos o quebrantados sus partidos, procuran remediar como pueden estas deficiencias y andan buscando por todos los medios la manera de reparar los antiguos errores.

No hay manera de proceder y en Inglaterra que, como decía el Sr. Azcárate, es la maestra en esto de los Gobiernos parlamentarios, no se concibe, no sólo que haya Gobierno, sino que haya país, sin la existencia de dos partidos.

Voy a leer al Congreso las opiniones de los hombres más ilustres de Inglaterra sobre este asunto, porque merecen ser conocidas, dada la lucha que se ha entablado contra los partidos, más que por la mala fe, en mi concepto por la inexperiencia. (Risas.)

Decía lord Granville en la Cámara de los Lores el 9 de Mayo de 1881:

"Una larga experiencia del Gobierno constitucional ha convencido a todo inglés de que el Gobierno de partidos es necesario para la buena marcha de las instituciones representativas, y que sólo la organización de los partidos puede asegurar la constitución de Gobiernos fuertes."

Pero esto es poco ante la opinión de Disraeli, que decía: "Estoy convencido de que el Gobierno parlamentario es prácticamente imposible sin la existencia de dos partidos, sin lo cual los Gobiernos que se constituyen resultarán más despreciables y más corrompidos de cuanto puede imaginarse."

Gladstone, otro de los hombres más célebres de Inglaterra y maestro en materias de Gobiernos parlamentarios, ha manifestado la misma opinión, hasta el punto de decir que, "sin la existencia de los partidos, se llegaría fatalmente al Gobierno absoluto, y que el Jefe de Estado llámese Soberano o primer Ministro, sería un déspota porque sin los partidos, el espíritu público desaparecería, y sin el espíritu público no hay barrera para los que mandan."

En fin, en Inglaterra se cree que si la Nación es grande y gloriosa, se debe a la existencia de los partidos, llamados por esta razón el nervio de la libertad.

Yo opino en esto como los hombres ilustres que he citado y, resueltamente, creo que los partidos políticos son el nervio de la libertad, que los partidos políticos organizados, lo mismo el que tiene las tendencias progresivas que el que tiene las tendencias conservadoras, con tal que las tengan lealmente y de buena fe y sean tan enemigos de la exageración del progreso como de la reacción, los partidos orga- [642] nizados de esa manera, son la mejor garantía para defender la libertad y el baluarte más fuerte contra toda reacción; los partidos de esta manera organizados, los partidos que tengan respeto a la ley y severidad para hacerla cumplir a los demás sobre todo con igualdad para todos, sin arbitrariedades y sin violencias; los partidos de esa manera organizados, no dejan campo de lucha a la reacción, y la reacción sin campo de lucha no intentará nada, porque no hay nadie, ni tan ciego, ni tan insensato, ni tan loco, que pretenda intentar nada contra la libertad sabiendo que puede pertenecer en la demanda. (Muy bien.)

Por lo demás, Sres. Diputados, he dicho ya bastante; de mi persona no he de hablar; las personas no significan nada ante las ideas, sobre todo no significan nada ante los grandes problemas de la vida. Puede una persona significar algo mientras represente buena fe una idea y con lealtad la sostenga; por consiguiente, es inútil que hable de mí, significando tan poco las personas y mucho menos la mía. Nada, pues, tengo que decir en contestación a las alusiones que, favoreciéndome, me ha hecho mi querido amigo el Sr. Romero Robledo, ni respecto de otras alusiones que me han sido desfavorables, porque además, yo tengo mucha memoria para los favores, pero no tengo ninguna para los agravios: de éstos no me acuerdo y nada tengo que decir. (Aplausos) Sólo añadiré, para concluir, en cuanto a la significación que puedan tener las personas, en tanto que representan o defienden ideas, que yo empecé mi carrera política hace mucho tiempo en el campo que entonces encontré más liberal, que la he seguido con tendencias siempre al progreso, y en el largo camino que desde entonces acá he recorrido, he podido detenerme alguna vez por dudar si caminaba demasiado deprisa o demasiado despacio, pero sin volver jamás la vista atrás. (Muy bien.) Con tendencias al progreso empecé mi vida política; con tendencias al progreso la he de terminar (Bien, bien), sean pocos o muchos amigos los que me acompañen, yo desearía que fueran muchos, siquiera para tener mayor fuerza contra la reacción y en defensa de la libertad; pero siempre me parecerán muchos aunque sean pocos, si me son leales y están firmemente decididos, y en toda ocasión dispuestos a luchar conmigo contra la reacción hasta donde mis fuerzas alcancen. Porque después de todo, por mi historia, por mis compromisos, por mis deberes, como he dicho en otra ocasión, yo no puedo caer nunca sino del lado de la libertad. (Muy bien, muy bien.- Aplausos prolongados en las minorías.)



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